«Hay camiones de basura con colectivos que se la pasan con la Guardia Nacional arremetiendo contra los estudiantes que están en la ULA», dijo la señora mientras manejaba. Ella, con los ojos fijos en la vía, buscaba mostrar las pruebas, pero las calles estaban solas. Ni guardia, ni camiones, ni civiles. La noche había invadido todos los rincones de San Cristóbal.
En Twitter usuarios alertaban de civiles encapuchados que rondaban las calles. Dentro de la Universidad de Los Andes, estudiantes aseguraban que hombres con camisas rojas lanzaban piedras y amedrentaban a quienes estaban «enconchados» desde hace una semana, en «la resistencia». Con suspicacia se recoge este tipo de información. En Venezuela, país donde la mayor parte de los medios de comunicación están comprados por el Gobierno Nacional, la noticias no tienen mayor filtro que 140 caracteres. Ya el trabajo del reportero va más allá de hablar con testigos, la clave es arriesgarse y confirmar como un observador participante aquello que se denuncia.
Fue esta motivación la que hizo que, al día siguiente, con cámara en mano, nos dispusiéramos a buscar evidencias. «Ellos empiezan a salir a las 11 de la noche», comentó la mujer que el día anterior había facilitado el transporte. Su vida, de modo alguno, gira en torno a las protestas. Ella tiene un negocio que formó con esfuerzo tras llegar al estado Táchira. Su lucha es «contra un gobierno corrupto» y por eso en las noches maneja por las calles para ver cuál es la situación. Cuando los periodistas se ausentan, la sociedad civil, a veces, asume ese rol.
GNB con armas largas rodearon la Universidad
El recorrido comenzó y a los pocos minutos de arrancar, exactamente en la zona de Barrio Obrero, un camión de basura cerraba una de las calles. Eran las 11 de la noche aproximadamente. Un grupo de hombres, algunos con capuchas, vestidos con camisas rojas, rondaban el lugar donde cayó el joven Kluiverth Roa, asesinado por la Policía Nacional el pasado 24 de febrero. Recogían escombros y pintaban sobre las paredes grafitis alusivos a la muerte que conmocionó al estado. Tapaban, pero a la vez, pintaban en rojo frases alusivas a la revolución de Hugo Chávez.
Frente al altar, uno de ellos se detuvo y se tomó una foto. Miraron y rodearon el homenaje al joven asesinado, mientras el camión continuaba lentamente. Mientras tanto, otro camión de basura perteneciente a la gobernación del estado Táchira estaba parado frente a la residencia del gobernador José Gregorio Vielma Mora, tan solo un par de calles más arriba de dónde Kluiverth fue ultimado.
El Zello (aplicación móvil que funciona como una radio, donde grupo de usuarios anónimos lanzan mensajes en audio y se conforman grupos de conveniencia), en el grupo Táchira Resiste, un bombardeo de rumores de la voz trasnochada de inciertos ciudadanos sancristobalenses daban las coordenadas de presuntos disturbios. Muchos falsos, pero sí había uno que había acertado; el que estaba a punto de estallar en el barrio Santa Cecilia.
Inmediatamente, en la vía a la Universidad de Los Andes, un grupo de al menos 30 motos de la Guardia Nacional pasaron al lado del vehículo. Pilotos y copilotos con armas largas tipo FAL. Todos los accesos a la Universidad estaban bloqueados. Convoyes de la Guardia resguardaban cada salida. La luz era escasa y ellos estaban en total silencio. La decisión más sensata en ese momento era desviarse, perder la atención del vehículo y luego volver. Así se hizo.
En esta nueva vuelta, motos de la Brigada de Orden Público (BOP) se trasladaban a otro punto concurrido de protestas. Estaban manejando por toda la ciudad en grupos de 30. Al menos 4 motos de las policías tenían copilotos vestidos de civiles. Ya eran las 12 de la noche.
La llegada a la ULA: humo y colectivos
La cámara estaba grabando cada paso. La tensión se incrementaba pues ningún medio estaba registrando el momento. Llegados a la ULA, por una de las vías principales, nuevamente el camión de basura. Los mismos hombres vestidos con camisas alusivas a Chávez pero esta vez encapuchados se sentaban en la acera mientras la Guardia Nacional los acompañaba. Tuvimos que bajarnos por otro acceso, donde la sociedad civil estaba tocando cacerolas.
Dentro de la ULA la situación era tensa
Silencio imperioso. Ojos viciados de mirar sin armonía. De repente, frente al muro de los lamentosde la ULA se escuchó un silbido muy lejano y empezó a arreciar el metálico tintineo de la cacerola para anunciar lo inminente; había llegado la GNB a atacar.
En el ambiente se intuía abrumadoramente una potencial trasgresión a la autonomía universitaria. Tanto que en desconcierto los estudiantes corrían de la plaza central a las rejas que daban a la calle, siempre armados con piedras o cocteles molotov, gritándose unos a los otros para darse órdenes que se decían y contradecían según la incertidumbre del momento.
Una nube pesada y verdosa de gas que parecía contenida en un recipiente transparente sobre el campus estaba estática, asfixiando a los manifestantes. Las detonaciones de perdigones y bombas lacrimógenes agujereaban la densidad del aire venenoso y caían derrotados jóvenes que no lograban resistir el hervor del aire calcinándole los pulmones y la quemadura del sudor que, combinado con el efecto gasífero, recrudecía el efecto lacrimógeno en la piel enardecida.
Amparados bajo una oscuridad casi absoluta, algunos encapuchados subieron al extremo del estacionamiento que colindaba con la zona residencial y ahí, encima de busetas averiadas vueltas casi chatarra, alertaban la proximidad o huida de los efectivos castrenses y los colectivos. La envolvente penumbra de repente era arrasada por una explosión enceguecedora; algún manifestante detonaba pirotecnia valiéndose de un mortero rudimentario para dirigirla a los militares o colectivos al otro lado del muro.
Colectivos mano a mano con la Guardia
Fuera de las paredes de la Universidad, la GNB comenzó a bajar apuntando a vecinos que reclamaban que dejaran de lanzar gas. El camión de basura bajaba lentamente, mientras las personas retrocedían. Cuando se encontraron un perro ladró a uno de los guardias y este inmediatamente apuntó para disparar. Las personas le advirtieron que era solo un animal pequeño y bajó el arma. Luego vinieron los enfrentamientos.
«Mire cómo nos agreden», nos comentó uno de ellos. Señalaba a la Universidad, mientras la guardia lanzaba disparos de lacrimógenas. «Nosotros solo estamos limpiando las calles», dijo otro que nos advirtió que grabáramos «la verdad». «¿Este es un operativo de la Gobernación?», preguntamos. La respuesta, entre dientes, fue tajante: «no». Sin embargo, eran ellos los que manejaban el camión de la máxima autoridad del estado. Junto a ellos estaba un fotógrafo registrando el momento que trabajaba «para el Ministerio», sin mayor detalle.
Una molotov lanzada al camión activó la violencia. El fuego se esparcía cerca de los hombres que ya empezaban a ponerse capuchas. Estos, en un ataque de cólera, recogieron todo aquello que encontraban a su paso y lo lanzaban con fuerza hacia la ULA. «Agarra las piedras», gritaban, mientras la GNB arremetía con más fuerza. ¿Trabajadores del aseo urbano lanzando piedras a estudiantes resguardados por la Guardia? Esa fue la pregunta y nadie la respondió.
Ciudadanos fuera de sus casas recibieron más de una piedra y más de una lacrimógena. «Hay niños tocando cacerolas y los llenan de gas», le comentamos a un funcionario de la GNB. «Esta violencia debe parar», comentó, pero la realidad es que seguían disparando. «Sáqueme ese camión de aquí antes de que lo quemen», dijo una mujer en una moto, «ya no tenemos municiones». Retrocedían lentamente con la vista al frente. Las últimas que quedaban (piedras y bombas) se las lanzaron a las mujeres y menores de edad que estaban en sus casas gritando consignas opositoras.
La pausa impredecible
El silencio empezó a asediar hasta que adormeció el último eco de disparo dentro de la ULA. La horda de manifestantes se enfiló a la parte trasera del edificio, a los predios del jardín botánico, y cayeron extenuados en cualquier lugar de la grama.
El pálpito en ellos, como una pelota de goma cayendo contra el suelo hacia un punto muerto, volvería a elevar su ritmo hasta que se sintiera como si el corazón latiera en la garganta, en el momento exacto que empezara de nuevo el silbido lejano y el tintineo amenazante de la cacerola; heraldo del pandemonio.
Eran las 4:30 a.m.