Un moreno de mirada luminosa, fornido y dicharachero, se sienta en una platabanda desde la que se contempla la temible inmensidad del barrio José Félix Ribas. Tras la primera pregunta se hielan sus ojos, pierden vida, un hormigueo en sus labios delata la silenciosa toxina que expide la evocación de sus tiempos violentos
«¿En qué me podía fijar yo siendo un pelao? En el barrio uno ve los maestros con los zapatos escoñetaos y un librito bajo el brazo escalando parriba para llegar a su casa. Los curas que andan de casa en casa dando sermón y pidiendo limosna, almorzando donde les caiga el mediodía y al anochecer pabajo otra vez antes que empiece el [autoimpuesto] toque de queda.
O los guapos del barrio, con carros, motos, camionetas, sendas guayas, con real y con culos, y uno pensaba: bueno si ellos roban y tienen eso por qué no lo puedo hacer yo también. Coye, yo empecé en esto porque no tenía apoyo familiar y al ver los lujos de otros sabiendo que uno también es un ser humano con necesidades y vainas. Ver a mi mamá pasando trabajo. Yo la veía cada quince días cuando venía de trabajar en una casa de familia encanada y mal pagada.
Mi papá vivía en Colombia y entonces si yo necesitaba comer, unas medicinas, unos buenos zapatos pa´jugar la pelota, no tenía cómo resolver. Yo vivía con mis hermanos pero no me paraban bola y entonces me la pasaba en la calle haciendo lo que me daba la gana. Y bueno, no tenía atención como uno la necesita a esa edad, pues.
Vivíamos en un barrio, nos mudamos a los Valles del Tuy y ahí empecé a coger camino a la delincuencia. Empecé a robar, abrir carros, vender droga, lo que tocara. Mi mamá murió, entonces agarré y vendí su televisor y con eso compré mi primera pistola. Un día se armó una coñaza entre un pana y otro chamo de la zona, se estaban cayendo a puñaladas entonces yo me metí a separarlos y en ese momento, el otro chamo sacó una pistola y me pegó un tiro en la boca del estómago.
Me vio y ahí en caliente, cuando separé la pelea, el hombre sacó la pistola, me la puso en la barriga y pum. Por eso la compré, para vengarme. ¿Que si consumé la venganza? Jajá.
Entonces me quedó el arma y yo me di cuenta que con esa herramienta podía hacer muchas cosas: joder, amedrentar, escoñetar gente, salir en el barrio y cuando saben que tu tienes una pistola te respetan más, uno empieza a tener poder.
Y ya no era una sola pistola, sino que con ella nos tiramos un robo y conseguimos otra pistola y así pues, ya éramos una bandita. Tenía yo como dieciséis años cuando comenzó todo esto. Hasta que llegó un momento en que la policía se nos empezó a montar encima, que si uno cayó preso, que si buscando al otro, que si el otro muerto. Entonces decidimos distanciarnos y yo me vine para Caracas.
En ese peo me agarraron y pasé siete meses internado en Charallave, porque me estaban culpando por homicidio. Pero al final no pudieron comprobarlo porque no encontraron el arma homicida. Pidieron fianza, la pagué y me soltaron. Eso fue hace ocho años.
Mi mama murió de un paro respiratorio, tenía 62 años, sufría de la tensión, del corazón, era hipertensa y no había cómo mantenerla con buena salud. Le dieron como tres derrames cerebrales. Entonces por fin logramos internarla en un hospital y a los dieciséis días se murió.
Yo creo que este país es el más violento del mundo porque acá satanizan las cosas, ponte tú que haya 30% de homicidio, salen los medios y lo satanizan.»
Publicado en la edición 255 de la Revista Exceso