A 15 años de la tragedia, la comunidad ha visto cómo el olvido los envolvió Hay un botadero de desechos donde aún reposan cadáveres y ruinas Rafael Hernández / Carmen de Uria-. Si en algún lugar de Venezuela la naturaleza afincó su inconmensurable poderío fue en Carmen de Uria. Una genuina tormenta lustral que, según testimonio de la comunidad sobreviviente, incluso hizo emerger de la tierra piedras de oro. Corría el año 1999 y un flamante nuevo presidente, Hugo Chávez, personificaba a Bolívar en su estrafalario discurso. El 15 de diciembre el mandatario, bajo un hechizo de soberbia citó al Libertador: «Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca», en cadena nacional de radio y televisión. El común denominador de la sociedad puso el irrefrenable poder en sus manos y vaya que se le puso a prueba; entre 700 y 30.000 muertos (según diversas fuentes, ninguna oficial hasta nuestros días) hubo como consecuencia de una serie de fuertes lluvias, deslaves y corrimientos de tierra en la costa del estado Vargas, a una hora de la capital, Caracas. Dicho poder se sacralizó con el devenir y han pasado 15 años de la Tragedia de Vargas, tiempo suficiente para hacerle una pregunta a ese poder: ¿Qué terminó sucediendo en la zona? Esto: Carmen de Uria está custodiada y clausurada por herméticos funcionarios de la Guardia del pueblo, pero Rafael, un señor cincuentón que vive a los predios del puente por el que debajo habría de pasar el río Uria (hoy seco), se queja señalando que ellos sienten que son «el pueblo de la guardia», porque viven a la merced de sus designios, frente a la impasibilidad de su indiferencia y hasta tienen que «pedirles permiso para tirar una tubería y abastecernos de agua cuidando que a ellos no les falte. Igual con la electricidad». Entrar a la zona por la vía está negado. Hay que colarse para llegar a la comunidad. Un kilómetro de calles envueltas por gruesos matorrales que han ido ganando su terreno con los años. Pero aún no han terminado de enterrar grandes lotes de escombros y las ruinas de las casas. Luego del trayecto, el cual es recorrido constantemente por camiones de desechos que a su paso dejan una espesa estela de polvo, está el relleno: un vertedero de basura y chatarra que ha elevado el nivel del suelo por lo menos tres metros. Ahí está, con la mirada colgada en el horizonte y en la añoranza, Ángel Custodio Díaz, ávido por contar su historia: El Conuco «Tengo 54 años de vida y los mismos viviendo acá – él es uno de los veinte habitantes que aún quedan en Carmen de Uria – pasó la tragedia, la sobrevivimos y fuimos testigos de cuanta promesa de arreglo pudiera haber. Pero al final esto que ves es lo que quedó del pueblo – extiende su brazo señalando los límites del relleno sanitario principal – esto estaba lleno de casas y se derrumbaron todas, aquí donde estamos parados todavía debe haber muertos, pero al fondo de la tierra. Entonces, mis hermanos y yo, tomamos el terreno para volverlo un conuco donde sembrábamos plátano, yuca, mango y cambur para nuestro consumo y para venderlo, por supuesto. Pero un día empezaron a llegar camiones y a lanzar basura en el conuco. El día siguiente igual y el que vino después también. Así, desde hace al menos dos años, terminaron convirtiendo todo esto en un gran botadero de basura». Sostiene que las autoridades nunca le pidieron permiso a la comunidad, ni les extendieron explicaciones. Cuando las buscaron, su intención se estrelló contra el hermetismo pasivo – agresivo de la Guardia Nacional Bolivariana. A unos 200 metros del vertedero de desechos empieza una breve pero empinada calle donde se encuentran las últimas 6 casas de Carmen de Uria que aún están habitadas. Teófila Ahí vive Teófila Rosas Díaz, de 83 años pero como quien tuviera quince, explica que intuía nuestra llegada «porque en esta época del años siempre vienen a preguntar». Se ríe desbordando puerilidad. «Nosotros sí, vivimos la tragedia y bueno, a mucha gente le dieron casa, pero nosotros no queríamos, ni queremos, irnos porque acá está nuestra vida y queríamos que se recuperara nuestro hogar. Ahí teníamos un conuco para sembrar, yo tengo mis gallinas y mi jardincito donde siembro hojas de té, orégano orejón, sábila y mis flores. Aquí mira como pega la brisita, es tranquilo. Sí, nos falta la luz muchas veces, hay que reinstalar las tuberías de agua cada cierto tiempo porque nos las quiebran, pero igual somos felices aquí», explica risueña y, antes de la despedida, nos ofrece un vaso de agua pura de manantial. El pozo negro El agua está templada, es cristalina y sin sabor. «Acá vinieron he hicieron unos estudios en el Pozo Negro, y descubrieron que era de agua pura 100% libre de tóxicos porque emerge de la roca», explica Teófila. En efecto, el agua emerge de una laja. Pertenece a un manantial transparente y frío cautivo entre el nido de basura y escombros, sorprendentemente aún impoluto. Está escondido a plena vista, porque la enredadera de monte y las grandes barreras de desechos y chatarra lo ocultan muy bien. La iglesia La misma calle que conduce a la entrada del pozo sigue río abajo y lleva a la iglesia del pueblo, recuperada gracias a la intransigencia de la comunidad, renuente a perder su pueblo. Sin embargo, conserva el mismo cristo crucificado que sobrevivió la tragedia con sólo una herida: perdió el brazo derecho. Permanece empalmado detrás del altar y lo rodean pancartas que exigen respeto a la memoria y el recuerdo de Carmen de Uria, rechazan el derrumbamiento de la iglesia y la clausura definitiva del pueblo. No obstante, el vertedero de basura se ha extendido como una metástasis y el templo está rodeado de chatarras oxidadas, basura doméstica y desechos de construcción como vigas, cerámicas, bloques y latas de pintura. La comunidad coincide en que el pueblo debiera convertirse en un parque memorial en honor a las víctimas y sospecha inequívocamente que una fuerte lluvia arrasará con el kilométrico relleno sanitario y lo deslizará hasta la carretera que bordea la costa. Lo que fue Carmen de Uria sigue enterrándose por el crecimiento de la vegetación y es tragada arrolladoramente por la basura y la indiferencia gubernamental frente a los fallecidos y sobrevivientes de la localidad.
Escrito para NTN24