Todos los relatos están basados en hechos reales. Escritos entre el 31 de octubre y el 18 de noviembre de 2017.
El infierno
Café tibio en mano y con la mirada perdida hacia la telaraña llena de luciérnagas del barrio José félix Ribas que veía desde su ventana, Aranza esperaba el campaneo de alguna oferta impelable para comprar su pasaje de avión a Guayaquil.
La sacó de su ensimismamiento el trote carrasposo de la tos de su madre, con la que dormía en la misma habitación del piso 16 del edificio Apure en Palo Verde.
Volvió la mirada a la pantalla de la laptop y saltó un alerta. Compró el pasaje a mitad de precio y, al terminar de hacerlo, volteó a ver a su vieja y le puso una mano en la mejilla. La sintió hirviendo.
Eran las 5 de la mañana.
Se le empezaron a suicidar lágrimas al borde de los ojos y le dijo, sabiendo que no la escuchaba porque estaba dormida: «Ya vas a ver viejita, desde allá te voy a mandar toda la plata que necesites para curarte y después llevarte conmigo».
Aranza tenía vuelo para el sábado siguiente. Ocho días desde la mañana en la que sintió que una mano huesuda de náufrago la ahorcaba y lo que quedaba de la voz de su mamá, extinguida por un agresivo cáncer de pulmón, se desesperaba por pedirle auxilio.
Mientras Aranza la arrastraba con ella 16 pisos abajo, su mamá iba vomitando una sustancia viscosa hasta que, llegadas a planta baja, ya salían apenas hilos negros de saliva.
Vio pasar los ocho días en el umbral tétrico de una habitación colectiva en el Hospital Algodonal que otrora era la meca para tratar enfermedades respiratorias. Vio a su madre encogerse como si estuviera huyendo hacia adentro de sí misma.
⁃ Lo lamento niña – le decía un pintoresco oncólogo de gruesas arrugas, lentes de lupa y dos matas de pelo gris encima de las orejas – lo siento de verdad. Según su historial, nunca completó el tratamiento. De 12 fármacos siempre faltaban al menos seis, entre ellos el fundamental que es el carboplatino – Aranza asentía sin escucharlo.
Estaba recordándose pasando cadenas de #ServicioPublico por whatsapp, soportando colas de ocho horas en las Farmacias de Bajo Costo del seguro social que ni eran de bajo costo ni una garantía de salud pública. Se veía vendiendo el traspaso del local de su peluquería diagonal a la Plaza de La India de La Vega a precio irrisorio para costear 18 ampollas de Metronidazol que le había conseguido una bachaquera, hacer mercado, pagar una deuda y completar para el pasaje aéreo a Guayaquil.
⁃ Lo siento en el alma niña pero hay metástasis – Sentenció abrumado el médico.
Aranza salió de su hipnosis. Volvió a la sombra derruida de la segunda planta del Hospital y viendo a su madre comprendió que estaba en el infierno.
Un día después de haber perdido su vuelo, a Aranza le entregaron un cadáver óseo en el que le costó reconocer a su vieja.
Caminó hasta que no pudo más los largos y fantasmagóricos pasillos de El Algodonal llevada por una fuerza ajena a sí misma. Era de madrugada.
Cuando llegó a su habitación y vio en el espejo a alguien que se parecía mucho a quien fuera su madre hace muchos años no lloró. Se sumió en un vergonzoso sentimiento; no se sentía sola, se sentía liberada.
Sin haber sido con conciencia, Aranza replicó su habitación de Palo Verde con la que rentó en la Avenida Alianzas con Jiguas, en Guayaquil.
El mismo espejo frente a la cama con pegatinas de piolín, la misma mesa de noche del largo del colchón y encima su guarnición de cosméticos, un sillón hondo a los pies de la cama y una foto de ella con su madre colgada al lado de la puerta.
Habían pasado dos semanas desde que había llegado, vía terrestre, a Guayaquil, cuando cayó en sí y se dio cuenta de que había dejado atrás el infierno.
Llegó de buscar sin haber encontrado trabajo, entró en su habitación y cuando vio en el espejo a alguien que se parecía mucho a quien fuera su madre hace muchos años no lloró. Se sumió en un vergonzoso sentimiento; no se sintió liberada, se sintió sola.
Lo que se está quedando
Uno parte de un destino a otro y desarrolla el hábito de sentir que se le está quedando algo aun cuando no sea así.
O sí.
Son largas rutas que ya no se calculan en distancias sino en tiempos: ocho horas a Guayaquil, cuatro a Huaquillas, veinte a Lima, seis a Chiclayo.
Pero son 14 de Caracas a Cúcuta y 30 a Popayán. Horas en las que vas marcando puntos de referencia: Bs. 40.000 un almuerzo en San Antonio del Táchira, 8.000 pesos en Cúcuta, 10.000 en Honda Tolima, 8 soles en Piura, Perú.
Antes de abordar el bus en una Caracas lluviosa y alebrestada por el intenso tráfico y de espaldas para cubrirse de la salpicadura de los charcos cuando los autos pasan, Pierina se encaletó en el mismo sostén que tendrá puesto en los próximos seis días, $30.
Como una nervadura afanosa el grupo de migrantes de las 5 pm atravesó la calle Naciones Unidas, bombardeados por cornetazos, para abordar el bus. Entre ellos Pierina, con un morral lleno de atunes en lata en un brazo, en el otro una funda de almohada con algunas ropas y en el pecho todo su capital para comenzar una nueva vida en Guayaquil.
Hipnotizada, viendo por el ventanal, Pierina sentía que se iba deshojando lentamente.
Pero a través de la misma ventana vio pasar tres días de platanales, estaciones de servicio, caseríos tímidos y atardeceres alucinantes sin que dejara, sin embargo, de sentirse intacta.
No así en Honda Tolima, Colombia.
El grupo de 40 migrantes se bajó del bus para poder bañarse y comer.
La estación de servicio de Honda Tolima yacía enclavada entre dos sierras verdes y bajo un cielo desteñido.
Empezó una carrera en la que con un ojo debía cuidar la maleta de mano, con el otro la lata de atún que había bajado para abrirla en el restorán, con una mano se desvestía y con la otra abría el grifo, luego de desvestirse con esa mano se enjabonaba y con la otra se lavaba los dientes para cumplir los tres minutos que le tocaban para el aseo.
Con el sudor del trajín secándosele a la brisa fría de Honda Tolima subió a toda carrera al bus con la lata de atún sin abrir: no había dado tiempo.
El bus volvió a arrancar y Pierina notó que el migrante de al lado comía pan.
⁃ Epa, ayúdame a abrir la lata, se la echamos a tu pan y comemos los dos – le dijo.
El sujeto asintió.
Pierina, mientras esperaba a que abrieran la lata de atún, volvió a hipnotizarse a través de la ventana. Aun se sentía intacta y para percatarse se palpó el pecho.
-¡El coño de la madre! Grito extrayéndose a sí misma de la hipnosis.
Había perdido en el baño los $30.
Tulso
Tulso fue el primero en bajarse cuando el bus se incorporó a la fila de dos kilómetros antes de llegar al peaje de Villa Rica que conduce a Santander de Quilichaca.
Era una gruesa autopista que se extendía infinito, partiendo en dos la parsimoniosa pradera colombiana con sus vacas constantemente tentando a la muerte en el hombrillo.
Si una personificación calza perfectamente en el reflejo humano de la transculturización, ese era Tulso:
Un indígena de madera enmarcado en una cuadratura portentosa. Nariz prominente entre dos pómulos óseos y una blanca sonrisa eternamente reluciendo. Cabellos negros y ondulados. Pero vestido de Nike de pies a cabeza, de la última temporada, su cuerpo impecablemente forrado de telas atléticas aunque nunca se le vio sudar.
⁃ Ah sí, siempre por estos meses trancan la carretera para exigirle al gobierno – exclamó risueño, como recordando cualquier trivialidad doméstica.
Los cuarenta y dos inmigrantes descendieron del bus, ofrecidos al mal presagio pero sin entender aún la gravedad de la revelación de Tulso.
Cada una de los seis anocheceres que estuvieron varados, Tulso tomaba su morral marrón y caminaba hacia la encrucijada dirección al caserío y no se le veía más hasta la mañana siguiente.
De todas formas, absorbidos por el mortificante trajín de las circunstancias, al principio no cabía preguntarse por él.
⁃ A mí nunca me había pasado esto, así que no me puedo quejar – dijo Tulso la primera mañana, raspando la jota contra su garganta, con una voz meliflua y alegre, mientras entregaba mandarinas (al volver del caserío) al grupo de estresados venezolanos.
Durante todo el segundo día el grupo fue desmigajándose a lo largo de la tranca. Habían los que enfurecidos querían pasar por encima de la alcabala policial, otros que indagaban entre los gandoleros cuál ruta alterna tomar, otros que sucumbieron a la frustración y se echaron, al lado de las vacas, a ver pasar la vida.
Pero Tulso, sonriente, inmune a la presión de otro grupo que le exigía una solución, solo asentía:
⁃ Usted es el dueño del autobús, ¡Busque una solución! Le dijo una cuarentona de carnes colgantes y mirada inquieta.
⁃ No podemos seguir aquí, tiene que alojarnos en un hotel o algo así – le increpó un hombre en franelilla y colgado a un bastón.
Tulso asentía, sonriente.
⁃ Tiene que haber otra vía. ¡Coño diga algo! ¿Usted no conoce otra vía? – le gritó un joven obeso y barbudo.
⁃ La verdad no. Siempre he podido cruzar por aquí – Tulso señaló la carretera.
No mentía, había abordado su bus, en lugar de cruzar Colombia en avión, sin siquiera tener asiento por creer que en dos días ya llegaría a Rumichaca. Iban tres días y estaban estancados a medio camino.
A la mañana siguiente, apenas volvía del caserío, silbando y comiendo un mango, lo encararon cuatro migrantes.
⁃ Mira mamaguevo – le amenazó un flaco, calvo, moreno y de ojos afilados – si tú no nos das una solución ya, te quemamos esa mierda – señaló el bus – y te vamos a linchar.
Tulso, sin inmutarse, sin cerrar la mueca de su sonrisa, lo miró sin desafío y le dijo:
⁃ Mire, por mí incendie ese autobús, total está asegurado. Le repito, no se qué hacer porque esto nunca me había pasado. Y si me mata no me puedo quejar. Total, así paso a mejor vida.
Los cuatro desesperados quedaron desarmados ante la actitud de Tulso, que siguió su camino.
Los vio durante todo el día recogiendo leña para cocinar en el monte, ir a bañarse detrás de unos matorrales. Los escuchó maldiciendo a la vida e interrogando a los policías que no podían más que dar respuestas ambiguas para no sembrar esperanza en una situación incierta para todo el mundo.
El grupo se acomodó a duras penas entre las butacas reclinables del bus, que fueron volviéndose habitáculos para dormir, comer, leer o ver aumentar monstruosamente la frustración a través de los ventanales que alguna vez se instalaron para ver cambiar el entorno y no para que fuera el mismo día tras día. En fin, el transporte cobró espontáneamente un dinamismo vivo de vecindad.
Se le barría dos veces al día, en los pasamanos se colgaban las toallas húmedas y el angosto pasillo era más transitado que la misma carretera panamericana. El movimiento era incesante: mientras uno se subía a dormir, otro se bajaba a fumar, otro se subía a buscar una lata de atún y otro se bajaba a estirar las piernas y en el pasillo se encontraba con uno que subía a buscar el celular y otro bajaba a quejarse con Tulso mientras otro más se subía para satisfacer la necesidad de volverse a bajar.
Así llegó otro día y Tulso, parsimonioso y risueño, llegó al bus con el habitual saco de mandarinas.
Ya era uno más echado a la suerte. Ya no lo increpaban para pedirle solución y, sin embargo, cuando vio reunido a una gran parte del grupo alrededor del bus, dijo:
⁃ Bueno, tocará volver a Venezuela hasta que abran la vía.
La gente, perfectamente sincronizada, volteó y le clavó una mirada reprobatoria.
Acto seguido empezó un bullicio que tornó en griterío y pasó a un bombardeo de insultos y reclamos que Tulso extinguió diciendo:
⁃ Miren, a mí esto nunca me había pasado. Así que no me puedo quejar.
Abandonó el grupo pasándole por el medio, inmune a los reclamos que volvieron a empezar.
El día siguiente ya Tulso no era uno más echado a la suerte, sino que se había incorporado a las labores del grupo: iba a pedir agua a la estación de servicio, organizaba a los niños que recibirían refrigerios donados y hasta escoltaba al grupo de mujeres que iba a bañarse a los matorrales para que los curiosos no las espiaran desnudas.
Dos policías en moto, con el pulso acelerado y el rostro afanoso, llegaron de repente a la vía.
El parrillero se elevó sobre los posapies y dio una noticia:
⁃ Señores atención, los indígenas abrieron una vía por Putumayo sólo por hoy. Si salen ya, pueden estar al atardecer en la frontera por el río San Miguel.
Automáticamente, el grupo del bus de Tulso y todos los demás grupos (que ya sumaban unos 2 mil varados) echaron a correr a los transportes, dejando tras de sí todo a medio hacer: los baños, la comida a la leña, las conversaciones con los gandoleros.
Tulso no se subió. Se quedó en la puerta del bus junto al chofer que, visiblemente nervioso, le dijo:
⁃ ¿Qué hacemos? Yo no conozco bien esa vía pero me han dicho que hay guerrilla y las trochas son bien jodidas.
Y Tulso le respondió:
⁃ Bueno, qué vamos a hacer. Esto a mí nunca me había pasado así que para qué me voy a quejar.
Yo vengo de Caracas
Yo vengo de Caracas, sobreviví una balacera en la Vega, una toma armada del 23 de Enero, dos oleadas de intensas protestas que duraron meses que, entre las dos (2014 una y la otra 2017), hubo más de 200 muertos.
Soy fotoperiodista y veo de lejos, en el umbral del terminal de buses de Sullana, al norte de Perú, cómo discreta pero determinantemente van acercándose a mi maleta de mano, colocada sola en el medio de la amplia sala de espera, algunos advenedizos que no saben (pero sospechan) que ahí dentro hay algo de valor.
Sí, lo hay: $4.000 en equipos fotográficos y $1.000 en efectivo.
Veo la escena a unos 5 metros mientras me fumo un cigarrillo, minutos antes de que mi bus parta hacia Tumbes.
Calculo, a suerte de la experiencia, cuánto le tomará a uno de esos advenedizos tomar la maleta y correr hacia la puerta trasera, al otro lado de la sala, y cuánto me tomará a mí alcanzarlo.
Mi cigarrillo trémulo entre los labios, mi smartphone (de unos $400) entre mis manos mientras tecleo estas palabras.
Cualquiera de esos advenedizos, por ejemplo ese señor de unos 40, con camisa azul claro, pantalones de gabardina marrón y zapatos de suela, es considerablemente más bajo que yo, que de por sí no soy alto.
Audífonos en las orejas: «On a long and lonesome highway…» canta James Hetfield.
«You just wish the trip was through…», continúa la metralla de la batería.
Ese advenedizo se acerca más que los demás que han ido y venido, con prudencia, oteando el maletín negro con las letras «Canon» plateadas reluciendo por los rayos sepia de la atmósfera peruana.
«40 segundos él, 50 yo». Pienso mientras los hilos grises y atigrados del cigarrillo bailan frente a mis ojos.
El advenedizo se sienta al lado de la maleta.
«Yo sobreviví una semana en Tumeremo rodeado de espías de El Topo y una persecución a perdigonazos de la Policía Nacional en la Avenida Libertador. A mí me disparó un guardia nacional a 3 metros directo al rostro en La California Sur», pienso.
El advenedizo mira la maleta. Levanta la mirada hacia la puerta donde estoy colgado a una columna.
«And you feel the eyes upon you, as you’re shakin’ off the cold…» desgarra Hetfield.
Su mirada se encuentra con la mía, anuda sus dedos y sostiene sus ojos sobre el desafío de los míos.
A ambos nos saca del artilugio un campaneo. Mi autobús anuncia su partida con una puntualidad que no veía venir.
Lo que no se piensa
Hay cosas que si uno deja de pensarlas, se piensan solas.
Entonces al cabo de un tiempo cuando se les tropieza, digamos, en la caminería de la avenida José Pardo al atardecer, justo en la mitad, donde de lado a lado se unen al infinito las farolas blancas pintadas sobre ramas altas, uno las encuentra ya pensadas.
Así le ocurrió a Raúl, siendo embarcado por la fama friolenta de Lima en noviembre, sacándose la bufanda y encendiendo un cigarrillo de clavo de olor, mientras creía ver venir a Daniela cruzar desde la calle Atahualpa.
Miraflores se encendió en bengalas y en la atmósfera embriagadora del repechaje Perú versus Nueva Zelanda, la presunta Daniela se perdió entre la multitud que marchaba hacia el parque Kennedy.
Raúl hizo el intento de seguirla pero cuando se encontró frente a la gigantesca pantalla que ofrecía la previa del encuentro futbolístico desistió de la búsqueda.
Dejó de nuevo de pensarla.
Haber paseado su recuerdo desde Caracas hasta Lima, vía terrestre, mostrándole metro a metro los 4.450 kilómetros no lo habían desteñido y entonces, Raúl, encontró pensado que nada lo desteñiría.
Volver no era una opción; había quemado sus naves tiempo atrás al venderlo todo antes de partir.
Raúl se volvió para caminar hacia la avenida Arequipa, tomar el bus del corredor azul y emprender su camino a casa cuando la vio de pronto frente a él, a la presunta Daniela.
«Como cuando vi por primera vez a Dani», pensó Raúl y recordó: Bastó embargarla con su mirada para que se congelara el bullicio del eje del buen vivir en Bellas Artes y se callaran las paraulatas, Alí y su desgarrada trova, el corneteo demencial caraqueño y hasta dejó de sentir los latidos de su corazón. Bastó un «hola» y fueron inseparables hasta el día en que se despidieron en la avenida Fuerzas Armadas antes de que Raúl tomara el bus. No hubo promesas de reencuentro, no hubo más que un «veremos» que se fue pensando solo durante la dura travesía para que Raúl se lo encontrara resuelto en la Plaza de Armas: vio el último whatsapp y no lo respondió.
Habían pasado dos semanas en las que la añoranza se le enraizó en el pecho como un malévolo animal insaciable que lo estuvo consumiendo vivo hasta que la presunta Daniela, solo que con los ojos un poco más ahindiados* y los labios más gruesos y oscuros, se lo tropezó de frente bajo los enloquecidos reflejos de las marquesinas en el parque Kennedy.
«Hola», le dijo Raúl a la presunta Daniela.
Esta lo fulminó con un desprecio ensayado para ahuyentar a todo aquel que no fuera gringo y lo dejó completamente solo.
Raúl se encontró con que a él también ya lo habían pensado.
El caribe
Estoy frente al pacífico, bajo el sangrante atardecer de Máncora que se deshiela sobre las escamas marinas en las que un centenar de barcos pesqueros reposan trémulos.
Traen pericos, rayas, atunes y sardinas pero en el caribe también traerían.
Hay brisa fuerte como en el caribe.
La piel tostada de los lugareños no se estremece como la mía.
Sobre los malecones rígidos danzan las olas al estallido demencial sobre la roca. En el caribe pasa igual.
Aquí en el pacífico la corriente jala fuerte en la orilla pero si cierro los ojos, también en lo hace en Patanemo.
Los vendedores de lentes de sol saben, de un soslayo, si los has advertidos y van a tu encuentro afanosos, convincentes e ineludibles. También los artesanos, como en el caribe.
Suena Chino y Nacho en los barcitos a la orilla y encienden velas débiles en las mesitas esperando a los turistas. La música, si cierras los ojos, te lleva a Chuspa.
Los europeos incesantemente maravillados retozan con los últimos rayos del volcánico pero inofensivo sol, con la cara metida en un libro o haciéndose selfies a contraluz.
En el caribe en una hora te dejaría hinchado como un mango y adolorido como una langosta.
Aquí hay langostas pero en el caribe también.
Lo que pasa es que el caribe sí es mío y las lágrimas que me ocasiona no tenerlo aquí me las guardo en el rabillo del ojo para derramarlas, ya de felicidad, si alguna vez vuelvo a tocar la espuma de su orilla.
El maracucho más triste del mundo
Orlando se apostaba cada noche en la misma esquina donde el dúo Benítez – Valencia hace lustros empezaba a hilvanar la dulce serenata que se quedó atrapada en un eco perpetuo entre las fachadas de la Calle La Ronda en el Quito Histórico.
Aprendió a convivir bajo esa sombra y logró adaptarse a ese frío invasivo tan distinto al insoportable calor de Maracaibo.
Soltaba bandas azucaradas de notas desde su saxofón para tejer la nostálgica melodía de Amparito, con los ojos tan apretados como el pecho.
Finalizó y dijo «gracias» a una morena gruesa y risueña que soltó medio dólar en una lata frente al músico de 41 años.
Él la miró e hilaron un efímero vínculo de complicidad.
«Yo soy de Maracay – dijo ella – ¿y tú?».
«Maracaibo», respondió Orlando.
Ella siguió su camino callejón abajo y Orlando, arropado por la amarillenta luz bohemia de La Ronda empezó a sacarle al lustral saxo el agridulce tejido de Caballo Viejo, pero a un ritmo más reposado.
La mente se le fue a la avenida La Limpia y su trajín polvoriento del mediodía y se le regresó intempestivamente al arriendo en mora en la calle Hualcopo y la premura de mudarse a un sitio más barato para seguir estirando el sueño que nadie le prometió más allá de la indeseable Venezuela de este siglo. Pero acto seguido, sin que se interrumpiera el subibaja melancólico del amor fatal que salía de su instrumento, volvió a estrellarse bajo los balcones enrejados de la Ronda.
Un escándalo desafinado empezó a brotar de la puerta frente a él: un grupo de mariachis improvisados empezaban la ronda nocturna en el bar La Casa del Pozo*.
Así se le anunció, a ese músico profesional que renegaba de rematar su talento por una paga oportunista y a fuerza del más puro orgullo zuliano prefería entregar su arte a cambio de la bondad del caminante, que su hora en aquella esquina había terminado por hoy.
Así, el maracucho más triste del mundo se perdió bajo el túnel nebuloso al final de la Calle de la Ronda.